domingo, 1 de agosto de 2010

Nosotros los de aca

El hombre que murió de exilio


ALEJANDRO GÓMEZ

El Nuevo Herald

Las palabras del poeta español volvieron a escucharse en la noche del miércoles en Miami. Ellos los vencedores / caínes sempiternos / de todo me alejaron / me dejan el destierro. Originalmente destinadas a los vencedores de la guerra civil de España, tienen vigencia para todos los caínes que en el mundo han sido.

Agustín Tamargo murió con el dolor de Cuba en el corazón. Se fue de Cuba porque no quiso ser parte de un sistema que denigra a opresores y oprimidos. Pero tuvo hasta el final a Cuba en el corazón y la esperanza de volver, posada como una paloma en su hombro.

Fue una figura importante en la Cuba precastrista, donde se dedicó al periodismo con pasión en los diarios Hoy y Tiempo y en la revista Bohemia.

Fiel a la bohemia de su juventud, dedicó su tiempo en el exilio a luchar por ese país que amó tanto. Siempre creyó que el pueblo cubano terminaría por liberarse del régimen y que Cuba volvería a ser el país desmesurado y generoso de su juventud.

Como un anticipo de lo que sería su vida, fue él quien encontró el cadáver de Miguel Quevedo cuando el director de la revista trasplantada se suicidó en Caracas, donde ambos trataron de continuar con la célebre publicación.

Nos habíamos acostumbrado a escuchar su voz ronca y su discurso en el que se filtraba su enorme cultura por las radios de Miami. A leerlo en las páginas de opinión de El Nuevo Herald. Era el hombre que seguía sosteniendo la esperanza, contra viento y marea, viendo la luz al final del túnel. El que no dejó nunca que el dolor y la nostalgia le quitaran energías para esa lucha que consideraba indispensable en la vida de todo hombre digno que se rehúsa a dejar de ser libre.

Junto a la tristeza, su muerte nos deja en la boca el sabor amargo de la ira que nos invade cada vez que se va alguien que luchó contra el tirano, mientras el tirano reaparece cada tanto en La Habana. Como Carlos Castañeda, como Guillermo Cabrera Infante, como Chanes de Armas, como Reinaldo Arenas, como Heberto Padilla y tantos otros, Tamargo dejó este mundo viendo cómo se hacía realidad su infierno más temido: morir antes que el tirano.

Pero el verdadero cementerio es la memoria y seguiremos esperando el día en que, en algún café de una Habana libre y sin Seguridad del Estado, alguien nombre a estos muertos en esas calles que tanto amaron.

Mientras tanto, seguiremos viendo cómo parten los mejores, los que lo dieron todo sin pedir nada más que el regreso. Y ni eso tuvieron. Nos ayuda saber que a ellos, los dignos, la historia los absolvió hace tiempo mientras que el tirano y los suyos se morirán sin perdón ni respeto.



LA LEGIÓN DEL REGRESO.


Por Agustín Tamargo

Salen de una isla pequeña y se han diseminado por toda la tierra grande.

Uno, es profesor en una universidad de Australia;

otro, abrió en Alaska un restaurante.

Nada los arredra, ni el frío ni el calor.

Los seduce el trópico de la Florida

pero soportan igualmente a pie firme los hielos de Boston y Nueva York.

No mendigan: trabajan.
Los que allá eran pobres, aquí son ricos.

Los que allá eran medio pelo, aquí son pelo y medio.

Ningún obstáculo sujeta su laboriosidad beligerante si la oferta es digna.

Uno es rector de la Universidad; otro, maquilla muertos.

Cambian, pero en la superficie.

En Miami, siguen jugando bolita, peleando gallos escondidos

y enviando los hijos a la escuela privada.

En Madrid, están contra José Luis Rodríguez Zapatero

y en Caracas, contra Hugo Chávez.

Siempre en la oposición.

Se les critica y se les envidia pero en el fondo se les admira.

Gallegos por el trabajo y judíos por la voluntad de sobrevivir

constituyen una legión empecinada que no se deje ignorar.
Traen la música calurosa, el ruido,

los frijoles negros y la palomilla con moros y maduros.

Pero traen sobre todo la simpatía, la cordialidad y la laboriosidad.

¿Quiénes son?

Son los cubanos del destierro,

la única población mundial trasplantada que (salvo los hebreos)

en un tercio de siglo no ha perdido su identidad.

Los que admiraban a Cuba desde lejos

como ejemplo supremo de pujanza latinoamericana,

los que veían a Cuba como un milagro étnico y cultural

donde todo parecía un relajo pero todo funcionaba bien,

ya no tienen que ir a Cuba para conocerla.

Aquí la tienen.

Esta es Cuba. Estos son los cubanos.



Exagerados, fanfarrones, ruidosos, sí.

Pero también vitales, intensos y profundamente creadores.

Qué no han hecho

en estos 46 años los cubanos del destierro para sobrevivir con dignidad?

¿Qué actividad manual o intelectual no han ensayado,

en éste o en aquel país, por complicada que pareciera,

para no quedarse detrás, para no dejarse discriminar?.



En algunas de esas actividades

han llegado tan lejos que superan a emigraciones que los precedieron

por cerca de medio siglo.

No hay hospital en Estados Unidos donde no haya hoy un médico cubano.

No hay periódico donde no haya un periodista cubano,

ni banco donde no haya un banquero cubano,

ni publicitaria donde no haya un publicitario cubano,

ni escuela donde no haya un maestro cubano,

ni universidad donde no haya un profesor cubano,

ni comercio donde no haya un manager cubano.



En las Grandes Ligas del béisbol el nombre de más color y brillo es el de un cubano.

En Madrid, el primer poeta latinoamericano es un negro cubano.

En la Coca Cola, el presidente fue un cubano.

Hasta en el Congreso de Washington

se sienta en su modestia y en su eficiencia una cubana.



En las tierras prestadas el extranjero

parece llevar siempre en la frente la marca del sitio de donde viene.

Los cubanos llevan a Cuba.

Pero la enaltecen y la honran, porque además de en la frente

la llevan en el corazón.



Pero hay algo en el desterrado cubano, a mi juicio,

superior aún a esa actividad profesional triunfante.

Y es su odio al despotismo del que huye, su amor a la tierra que dejó.



Eso lo separa y lo define.

Eso da a sus triunfos en medio del desarraigo,

una grandeza que de otro modo no tendría.



¿Por qué, preguntan algunos,

no se acaban de quedar tranquilos los exiliados cubanos?

¿Por qué no aceptan de una vez que perdieron la batalla,

que Castro les ganó,

y que con los medios de que disponen nunca podrán vencer a la tiranía?

¿Por qué no acaban de afincarse definitivamente

en estas tierras hospitalarias que los han acogido y

donde viven en lo material muchas veces mejor que como vivían allá?.



Los que preguntan no conocen a los cubanos.

El cubano sabe esto: aún teniéndolo todo,

si le falta Cuba, no tiene nada.

Sabe más todavía.

Sabe que esa prosperidad de que disfruta,

lejos de su isla hambreada y aterrada,

es en cierto modo una forma de traición.

Por eso, si se mira bien,

se verá que a veces parece que el cubano ríe,

pero en realidad está llorando.



Le nace el hijo, le crece, se le gradúa en la Universidad,

pero el cubano suspira:

¡Ah, si estuviera en Cuba!

Compra una casa, su auto, o su lancha, y sigue suspirando:

¡Ah, si los tuviera en Cuba!



De una manera misteriosa, que no puede definir,

hay un vínculo con aquello que tira de él hacia allá.

Ahora que la perdió sabe que no puede vivir sin Cuba,

y la sueña de noche, y le agiganta los valores, y la embellece y la idealiza,

y se culpa de no haberla entendido mejor,

y la recrea en sus cantos y bailes,

y la revive en sus historias, en sus costumbres y en sus comidas.



¿Por qué compran hoy los cubanos más libros cubanos que nunca?

¿Por qué tienen sus casas, sus negocios y sus oficinas,

llenas de palmas, de banderas, de escudos y de retratos de Martí?

¿Por qué escarban en la Historia?

¿Por qué redescubren a Guiteras y adquieren viejas colecciones de Bohemia?

¿Por qué se reúnen en los municipios borrando antiguos antagonismos de partido o clase?

Porque el cubano sabe que lo único auténticamente suyo es Cuba

y que a ella tiene fatalmente que regresar.



Ahora la tiranía castrista anda en sus estertores finales,

se ve claramente que el cubano se ha estado preparando siempre,

aunque no lo supiera, solo para esto: para el momento del regreso.



No hablan de otra cosa.

No les importa que les digan que todo lo que dejara la tiranía es hambre y ruina.

No les preocupa que le devuelvan la residencia o el negocio, si lo tenían.

No admiten que el rescoldo de odio que deja el comunismo acaso los quemara.

Lo único que desean es volver.



La casa donde nació está derruida,

al pueblo se lo han puesto desconocido,

la madre ha muerto.



Pero no importa.

El exiliado quiere de todos modos a esa casa,

a ese pueblo y a esa tumba.

La Patria empieza ahí.



En el exilio tropezó, erró, y se equivocó,

pero está salvado también porque

en el fondo de su ser nunca traicionó a Cuba.

Barco, avión o balsa, no lo sé.

Pero el abrazo está próximo.



A los que les molesta a veces

el llamado predominio cubano en Miami yo les digo:

Paciencia, ya falta poco.

Aquí va a haber muy pronto para ustedes

miles de puestos vacantes y de casas vacías.

¡Y qué les aproveche!

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